UNA VIDA ENTRE HIENAS...

A manera de introducción…

Hoy, creo que toda mi vida fue una gran carrera en busca de verdades, siempre persiguiéndolas, tratándolas de aprehender, pero este concepto de verdad es relativo, lo que llamamos verdad, no es sino una estrella fugaz en el universo del conocimiento, se ilumina el firmamento por unos cuantos segundos y luego esa pequeña llamarada desparece como por arte de magia.  A veces, pienso que hubiera sido mejor vivir con la mentalidad del rebaño y de manera superficial, sin indagar mucho, aferrado a una fe religiosa y con la visión miope de la gran mayoría de los mortales; lamentablemente, hay algo en mi naturaleza que no me permite esta forma de vida: soy incisivo, crítico, un tirano conmigo mismo si se quiere, me obsesiono con los asuntos que en  un momento dado comienzan a inquietarme y por eso no puedo permitirme lujos en lo que respecta a quedar muy tranquilo con las ideas y reflexiones que surgen a lo largo de mi existencia.

Con la calma que dan los años, veo hacia atrás y en todas las etapas de mi vida, encuentro aciertos y equivocaciones, sin embargo, no es mi intención hacer un inventario general de la existencia que he llevado;  he vivido  tratando de escuchar  mi conciencia, mis principios, pero también he llegado a la conclusión que esa conciencia cambia, que esos principios van reestructurándose  con la práctica cotidiana. Si bien es cierto,  en esencia,  “seguimos siendo los mismos”, nos vamos adaptando a las situaciones, transformamos y nos transforman, esa es lo que yo llamo la verdadera inteligencia, ese gran poder de adaptación que tenemos los seres racionales. 

Cuando eso no se da, o sea, cuando no nos adaptamos y permanecemos enconchados en las tradiciones, cuando seguimos la corriente sin el menor asomo de crítica, nos hemos vuelto rebaño que es la posición más cómoda, porque se nos evita el pensar, otros piensan, se nos evita el buscar, otros buscan, estamos “tranquilos” en la superficialidad, vivimos como animalitos que van tras el principio del placer, somos inmaduros para la vida.

Conocí a alguien que fue una niña toda su vida y a los  setenta y tantos años que murió, nunca había salido de su terruño natal y tampoco sabía nada de la vida exterior, pues se mantenía dentro de las  cuatro paredes de su casa, esta se había convertido en un nicho impenetrable y uno la veía aparentemente feliz, en un mundo artificial, que sus hermanas mayores se encargaron de seguir sosteniendo, luego de que murieron sus padres en un accidente. ¿Vivió o vegetó?, vaya usted a saber, lo cierto es que tan virginalmente como llegó a la vida, así también se fue.  Doña Rosa, siempre fue una niña, jamás tuvo que preocuparse por nada, tan sólo por jugar y su vida transcurrió en un círculo cerrado del que nunca salió.

Viéndome hoy, tengo que confesar que mi vida ha sido una línea quebrada, muy diferente a la de doña Rosa  o a la de otros mortales, pues  todos los momentos  que he transitado, han llegado y se han ido, pero siempre sintiéndolos con elación intensa. Mi existencia, de tumbo en tumbo, ha hecho que “madure”, aunque tampoco estoy seguro  que sea maduro, es más,  el concepto de madurez pienso que es muy relativo, como todo en esta existencia terrena.

Desde esta cama de hospital, con mi vida a punto de terminar, rememoro  mi paso por esta tierra, siento la imperiosa necesidad de desenredar la madeja de mis recuerdos y a pesar de que me equivoqué en muchas ocasiones, miro con la tranquilidad que dan los años, lo que fue mi vida: una agitada carrera, moviéndome siempre en una selva llena de fieras, tratando de esquivar lo doloroso y malintencionado y siempre signado por la pregunta, por la interrogación existencial…

Comienza entonces la historia…

Nací en una familia tradicional y muy católica de clase media, mis padres fueron lo que se dice: un “dechado de virtudes”, ya que todos estaban de acuerdo en que papá y mamá eran excelentes personas, también criados bajo la religión católica y con unos principios y unas tradiciones bastante conservadoras, cuestiones que quisieron inculcar en sus hijos. Todos afirman que talvez el hijo calavera era yo, pues fui volátil e inquieto, aunque la verdad, toda mi vida he sentido como si estuviera obrando mal, dado que en muchas ocasiones me salí del camino del rebaño y de las buenas costumbres, cuestión que siempre me reprochó mi madre y  que hacía que la conciencia me remordiera periódicamente. Si queremos resumir  este paso mío por el planeta, tenemos que admitir que siempre me moví con la contradicción y con una cierta amargura por no llegar a certezas, a verdades  absolutas, con la  tristeza de  no llegar a aprehender las  cosas, pues cada que  creía obtener una meta, esta se diluía e inmediatamente mi espíritu aventurero comenzaba a mirar más allá, hacia otras latitudes, reiniciando la loca carrera movido por la duda y tratando de obtener otras diferentes.  La verdad, podría decirse que he sido un tipo inconforme  que todo el tiempo estuvo corriendo de un lado para otro, sin encontrar calma para su espíritu aventurero.

 Mi ingreso  a una “Institución Educativa”

 Empiezo a recordar lo que era estar en una institución educativa en la que se forma en valores y con disciplina. Hermosa es la filosofía que se pretende inculcar en este tipo de planteles, no sólo a los cadetes, sino a toda la comunidad educativa, incluyendo padres de familia, educadores, empleados y a todas las personas que se aproximen a ella.

Me formé en una institución educativa con orientación militar, y todavía me siento estigmatizado con lo que en ella aprendí, pues todo caló profundamente en mi  memoria desde  que era prácticamente un bebé por el que decidieron sus padres. Ellos creyeron que la mejor opción era ingresar a una academia militar. Allí estuve desde preescolar. Decían: – aquí te van a enseñar muchas cosas, aprenderás a querer la patria, te formarás como un verdadero hombre, disciplinado, correcto, mejor dicho,  aprenderás a ser una persona intachable-.

Todavía recuerdo las recomendaciones que mi madre se esforzara en hacerme para que no quedara muy triste aquel primer día en ese sombrío lugar, que más que un colegio, tenía apariencia de cárcel, pues por donde uno lo mirara, se encontraba con rejas y candados, elementos imprescindibles para los que se encuentran en cualesquiera de las armas de las fuerzas militares y de policía, ya que son formados con aquella obsesión por la seguridad, asunto comprensible en un país como el mío, que se mantiene en eterna guerra por la simple  injusticia social, una nación en donde todavía tiene su importancia aquello de, aprender a querer la patria, hasta llegar a “morir por defenderla”. La guerra ha sido, es y será un gran negocio, por eso se dilatan los acuerdos de paz, ya que a ninguna de las partes les interesa perder las ganancias que generan la crueldad y la violencia.

No quiero detallar mucho de este primer día de clase, pues muchas cosas se han olvidado tras el velo de la amnesia infantil;  tampoco quiero ahondar en como me sentí y en el caudal de lágrimas que derramé, porque la decisión de ingresar a ese plantel en particular, la tomaron mis progenitores, pensando no sólo en la formación de un ciudadano íntegro, sino en que con esa guerra tan horrible que se vivía en el país, era un problema aquello de que a lo mejor reclutaran al vástago amado cuando terminara su educación secundaria, por lo que fue preferible, que a la par con el estudio, cumpliera con el sagrado deber que imponía la patria a los varones saludables y egresados de buenos colegios.

Durante toda la hermosa época del preescolar, estuve recibiendo lo que todo niño: juegos, algo de aprestamiento para la primaria con proyectos relacionados con motricidad gruesa y fina, prematemáticas, prelectura, inglés, sistemas y una materia que todos los días veíamos hasta la saciedad: instrucción militar, que allí denominaban orientación institucional.  Hoy pienso que ese querer involucrar a infantes,  a unos inocentes niños y niñas en un caos de violencia desde tan tierna edad es una terrible equivocación, la cual todos pagamos muy caro engañados por una supuesta educación con disciplina y valores.

Nos enseñaban orden cerrado, grados y distintivos, cortesía militar, himnos y estábamos largas jornadas formados en el patio central recibiendo las instrucciones y los “madrazos” de mi primero Guerra, un sargento ante el que todos temblábamos, ya que más que respeto, le teníamos miedo por sus gritos y vulgaridades, así como por el  “volteo” a que éramos sometidos los cadetes, o sea, a las largas y extenuantes jornadas de ejercicios extractados de la gimnasia americana y que nos dejaban un dolor impresionante en todo el cuerpo.

 Al principio aguantábamos pasivamente, al fin y al cabo éramos niños, luego aguantábamos con resentimiento, pero a la vez creyendo que estos sufrimientos templaban nuestros espíritus y cuerpos. Recuerdo algo que siempre repetía mi primero Guerra: “que el entrenamiento sea tan fuerte, que la guerra parezca un descanso”  y  acompañaba la expresión con alguna anécdota real o inventada, de aquella  época en la que se encontraba en servicio activo.

Fue pasando el tiempo y mi vida tomaba rumbos que jamás hubiera sospechado, empezaba a tararear  inconscientemente toda suerte de himnos: a la bandera, al ejército, en fin, comenzaba a obrar en mi cerebro el ejercicio continuo de la repetición…
Cuando tuve buen uso de razón, o sea, cuando  estaba próximo a terminar mi educación primaria y a comenzar bachillerato, el trabajo estaba muy completo: vivía y suspiraba por mi academia militar, se me ponía la piel de gallina cuando participaba en las ceremonias, así como cuando veía un uniforme. Aprendí a detestar a los guerrilleros,  a pensar milimétricamente, a cultivar una forma de raciocinio cuadriculada: quien no está conmigo, está contra mí; a limpiar todos los adminículos del uniforme con pomada brilla metal, a mantener relucientes las botas con la famosa “americana”, un espejo en el  que uno se podía ver,  y también aprendí a hablar fuerte, a que lo que dijera se oyera. No importaba mucho el contenido, importaba el tono alto en que lo pronunciara.  Me sentía muy orgulloso portando el uniforme gris que identificaba a los cadetes de las academias militares (aunque hubiera preferido el de color caqui que era más parecido al de los militares en servicio activo), así algunos muchachos de mi edad empezaran a gritar tonterías contra los militares  apenas me veían pasar, más erguido y acompasado trataba de caminar, sin prestarles mucha atención.

Hoy, recordando lo que fue mi paso por esa academia militar, reflexiono y  me parece que el trabajo que allí desarrollaban, era muy similar al que se realizaba con las juventudes hittlerianas. Nos presionaban de tal manera, que terminábamos convertidos en unos seres obsesivos y compulsivos.  No sé en que momento comencé a alejarme de las enseñanzas que en esos claustros recibí, lo cierto es que buena parte de mi vida, se mantuvo durante mucho tiempo encasillada, encarcelada. La uniformidad y la verticalidad dogmática son los enemigos para un adecuado desarrollo de la personalidad de un individuo, pero eso no interesa mucho en colegios conductistas.

Lo confieso, a pesar de que hoy tengo medianamente claros mis principios y prioridades en la vida, a veces creo que estoy haciendo mal por no seguir el camino del rebaño, o sea, que definitivamente el trabajo estuvo muy bien hecho, excelentemente cincelado en lo más profundo de mi ser, soy una persona  fugada, huí  de ese grupo que creía era lo “non plus ultra”. Militar, entre mil uno… seleccionados, los mejores, los más preparados – bueno, de pronto sí en lo físico- pero muy poco en lo intelectual, aunque a lo largo de mi experiencia, tuve una que otra oportunidad de conocer algunos militares muy brillantes, a los que no pude entender, pues pienso que milicia e intelecto no combinan muy bien, algo parecido a lo que sucede entre la ciencia y la religión, que tampoco combinan, pero en las que también hay excepciones que definitivamente no comprendo.

Comencé mi bachillerato con mucha expectativa, pasaba de la pequeña sección de preescolar y primaria al “colegio grande”, o sea, a ese inmenso edificio en el que se forman los mejores hombres, las semillas para las escuelas de oficiales y suboficiales, que son, según el estado, la razón de ser de estos planteles.

En esta  etapa de mi vida, si que tuve experiencias… Tantas,  que no quiero cansar con la película de mi paso por la secundaria, pero debo al menos esbozar como fue el asunto.



 Comenzando a crecer

Formados en el patio central, esperábamos con ansias la relación general en la que nos harían una inducción como inicio de labores, para dejar  muy claras las reglas del juego.

Luego de que los auxiliares, alumnos o cadetes distinguidos, terminaran de organizar cada uno su escuadra o hilera (una hilera o escuadra la componen diez personas, cuatro escuadras, conforman un pelotón, o sea cuarenta hombres y cuatro pelotones, son en total lo que se conoce como una compañía) se paró al frente un sargento primero de apellido López, quien inmediatamente soltó el primer “madrazo” a la compañía de los reclutas, o sea a nosotros, los de la compañía E, porque según él, estábamos moviéndonos mucho en la fila y nos encontrábamos desalineados.

Recibió parte de cada compañía y saludó: ¡colegio  buenos días! - todos al unísono contestamos: ¡Buenos días mi primero: honor, disciplina y estudio! - 

A las seis de la mañana,  iniciaba el ritual que comprendía la izada del pabellón nacional a medida que sonaba el himno de la república de Colombia, el cual entonábamos con todas las fuerzas que nos permitían las gargantas y en la posición de firmes.  Luego,  nos daban la orden para recitar la oración patria. Este ejercicio, sin excepción,  se repitió durante los seis años de bachillerato, todos los días al iniciar labores.

Pasaba este protocolo y luego el suboficial de servicio descargaba la retahíla de recomendaciones, observaciones generales, solamente interrumpidas por un regaño para alguien que estaba en la fila y que se encontraba haciendo algo “indebido”, mientras hablaba el superior. Casi nunca pudimos saber a quien regañaba, pero lo sentíamos cuando daba la orden de echarnos a tierra colectivamente.  En algunas ocasiones, uno de los civiles  directivos, docentes o coordinadores, le solicitaba permiso para impartir algunas directrices  relacionadas con la parte académica y todos notábamos inmediatamente el cambio en el tono empleado. De un tono de regaño, se pasaba a uno más pausado y conciliador, con un discurso bien estructurado y concreto. A lo mejor, desde esa época, caló en mí el amor por la docencia, pues admiraba a esos personajes que indefectiblemente eran distintos a los militares.

Pero durante esa época con un estado totalmente militarista, tampoco muy distinto a los demás gobiernos que han pasado en este país, pronto olvidaba a aquellos intelectuales o docentes académicos y me hundía en la parte militar, ya que según nos lo hacían ver, era la razón de ser del colegio, más que una institución educativa, aquella parecía una unidad militar.

Notaba todos los días, que la cultura del militar era interesante, sobre todo cuando alguno de ellos contaba sus experiencias. Se aprendían de memoria el discurso riguroso que debían darle a los cadetes y  no se salían del tema, siempre citando reglamentos sin faltar el grito y la palabra de grueso calibre, para llamar la atención o para retomar las cosas cuando se les olvidaba lo teórico, pues eran escasos los que utilizaban  una metodología  diferente. Distinto era con los profesores civiles, pues las clases en todas las materias, por lo general eran bien dictadas, salvo uno que otro docente mediocre que me tocó en suerte y que permitía hacer lo que los alumnos quisieran.

Y comencé a despertar, pues a diferencia de mis compañeros, me gustaba leer, investigar, y a pesar del cansancio de los entrenamientos, pasaba largas horas metido en la biblioteca, lo que propició que me apodaran  “nerdo”.  A pesar de  tener muchas dudas y de buscar permanentemente respuestas a las inquietudes y preguntas que suscitaban mis lecturas, me esforzaba por ser el mejor de mi compañía en todos los sentidos, recordando lo que en alguna ocasión me dijera un sabio, el sargento primero Aristizábal: “la vida se la hace el soldado, cumpla con el reglamento y trabaje a conciencia, que por simple y elemental  ley del equilibrio, las cosas le saldrán bien” y agregaba: “el hombre es el artífice de su propio destino”.  Lo admiré y lo aprecié muchísimo, pues a pesar de su no muy abultado  bagaje académico, era un empírico, sabía donde estaba parado y resolvía con pasmosa facilidad y de manera muy práctica, los problemas  que se le presentaban.

Yo me convertí en una esponja, absorbía todo y no escatimaba  tiempo ni trabajo  para aprender, Castillo estaba en todo, pero también me asaltaban terribles dudas y preguntas inconfesables que atormentaban mi joven existencia, poco a poco me fui tornando analítico y muy crítico ante las cosas, eso si,  sin abandonar a mis compañeros y amigos, pues a pesar de todo me gustaba la “parranda”, el licor y las mujeres, razón por la cual, no desperdiciaba ocasión para relajarme y olvidarme un poco de mis interrogantes existenciales.

Cada mes,  teníamos un ejercicio de terreno nocturno y madrugábamos el viernes para desplazarnos  al área que el colegio tenía destinada para ello, permaneciendo allí hasta el domingo a medio día en que regresábamos a la ciudad. La primera vez que hicimos terreno nocturno, pagamos la novatada de reclutas, pues nuestras sufridas madres, echaron en los morrales exceso de todo. A mí me empacaron gran cantidad de enlatados, jugos, dulces, dos cobijas o mantas que llamamos, las medias de lana gruesa, unos guantes también de lana, un radio transistor, una linterna, un par de pilas nuevas para repuesto, unos  zapatos tenis,  una capa plástica, un buzo de cuello tortuga, mejor dicho, todo el material necesario como si fuera a ausentarme  durante un mes completo, lejos del “mundanal ruido”.

Todo estuvo bastante bien, dentro de lo normal diría yo, con los morrales a reventar, mientras nos despachaban por pelotones en los buses que nos llevarían  al área de instrucción. Otra cosa muy distinta, fue cuando desembarcamos y empezamos a caminar  hasta el área en donde teníamos que armar las carpas. Teníamos caras lánguidas y llenas de cansancio por la gran cantidad de objetos que llevábamos, nos faltaba el aire, nos apretaban las botas como si estuvieran haciéndonos ampollas, ya que hasta ese momento, nunca habíamos efectuado largas caminatas con equipo y  lo poco que habíamos caminado  lo hicimos con tenis. Era entonces apenas lógico, que ahora sintiéramos todo el peso del morral  y las ampollas que salían por el roce continuo de las pesadas botas,  producto de caminar por sendas estrechas hasta el filo de la cordillera, desde donde nos descolgaríamos nuevamente para acampar en un terreno llano al otro lado.

Apenas desembarcamos, comenzó a llover a cántaros y todo el trayecto lo hicimos  bajo una lluvia pertinaz. Llegamos al lugar en donde armaríamos el vivac, cansados y totalmente mojados, lo que se aunó al frío del lugar para que todos termináramos casi hipotérmicos. Descargamos y mi primero David  dejó oír su voz: - cinco minutos para descansar y luego armamos las carpas.- Seguía  lloviendo.

Armamos las carpas con mucha dificultad, era la primera vez que lo hacíamos y el terreno estaba totalmente mojado, ese llano era una laguna. Apenas terminamos, mi primero David ordenó formar para recibir parte del pelotón. Seguía lloviendo. Luego de observaciones generales y de unas cortas instrucciones nos ordenó meternos en las carpas.
Apenas amainó la lluvia, nos dedicamos a tratar de encender las pequeñas estufas que cargábamos por parejas para calentar algo de agua, a la que después agregábamos café instantáneo. Logramos al final hacer una fogata con leña medio seca que encontramos en los alrededores, pues la idea era cocinar algo por pelotones. Que noche… -una noche de perros callejeros- pues, en medio del campo, estábamos totalmente mojados, tiritando de frío y con un cansancio que nos hacía soñar con una cama caliente y mullida. Jugábamos a la guerra, pienso hoy, ya que ese es el diario vivir de los soldados colombianos, de los paramilitares y también de los  guerrilleros, que aguantan sol, frío, hambre, enfermedades y cansancio. Esa noche alimentó aún más mi odio por la guerra y detesté a los guerrilleros  que nos obligaban a entrenarnos de esa forma; es lastimoso saber que después de tantos años de guerra,  seguimos en el mismo punto, jugando al gato y al ratón, creyendo que las fuerzas militares y de policía son los salvadores  que no permiten que la temible guerrilla tome el poder. Defendemos la institucionalidad de la patria. ¿De cuál patria?  La de los pocos dueños de ella, porque la mayoría de los colombianos  no tenemos nada y  nos meten en el juego argumentando principios  y valores patrióticos. Esta es una realidad  muy lamentable, pues por donde uno mete  la cabeza nos encontramos con el maldito poder. La historia humana sólo ha sido eso: una eterna lucha de poderes. 

Luego de este primer ejercicio de terreno se me revolvieron las ideas y cada que había  que partir al área para el dichoso terreno nocturno, comenzaba una desazón interna que me acompañó durante todos esos momentos en todos esos años  y que se agudizaba con las campañas anuales de diez días  que efectuábamos para culminar cada fase de instrucción. Hoy, me río de estas situaciones, como se ríen los compañeros, comimos física mierda… y eso que estábamos simplemente jugando a la guerra, no combatiendo.  Las bromas, las palabras que empleábamos y hasta ciertas tradiciones que seguíamos automáticamente eran propias también de la soldadesca, porque, a pesar de todo, éramos soldados y  muchas cosas que nos sucedieron  durante esta época suceden en cualquier ejército del mundo: sadismo, masoquismo, vicios, aberraciones, homosexualismo, en fin toda suerte de asuntos que callábamos con una secreta complicidad.
 

Los impulsos y el amor

Bien entrado en mi adolescencia, y a unos pocos años de cumplir los dieciocho, mis amigos, que me  creían  un “nerdo”, comenzaron a molestarme con la profesora de biología, mi amor platónico, pues a pesar de mis cortos años, elucubraba acerca del amor y recordaba permanentemente con tristeza, la manera tan lamentable como perdí mi virginidad en un prostíbulo con algunos cadetes  de la compañía A, o sea los de último año, quienes se aprovecharon de la ingenuidad del cadete distinguido Castillo, le  echaron el cuento a  una prostituta de unos veinticuatro o veinticinco años, no lo recuerdo bien por la borrachera en que estaba, pero lo cierto es que Nelly, como se hacía llamar esa rubia a la fuerza, gozó de lo lindo conmigo, cuando entramos al cuarto, por mi inexperiencia y porque a pesar de la “rasca”, hubo cosas que me hicieron ruborizar.

Que imprudente forma de iniciarse en el sexo, creyendo que se es muy macho,  si se bota la cachucha tempranamente.  Sin demeritar  en Nelly las formas, su rítmica cadencia por la práctica cotidiana de  ese oficio antiquísimo de meretriz  y sus bromas pesadas, tengo que confesar, que el pasaje  de esa noche fue un impulso irrefrenable pero a la vez condicionado, que luego, al analizarlo incontables veces, haciéndolo pasar por el filtro de mi razón, más que gozo y sexo pleno, fue vergüenza y animalidad: ella detrás del dinero que los cadetes le dieron y yo como un tonto, dándome ínfulas de gran conquistador y de campeón sexual; un niño, todavía oliendo a pañales, ese era yo esa noche en que ingresé con bombos y platillos a la vida de los machos.

Reconozco que después de esta iniciación, no perdía oportunidad para frecuentar  los prostíbulos, pues, el impulso era más fuerte que el temor a Dios, que tanto predicaba el capellán de la academia, y el miedo a salir contagiado por alguna enfermedad venérea. Sin embargo, nunca pude sentirme a gusto en esos lupanares y cuando estaba  con alguna prostituta, me sentía culpable e intranquilo por esa conducta. A través de mis años de secundaria en la academia, pasaron por mi vida algunas damas, en aquella época les decíamos novias, alumnas en su gran mayoría del instituto central  femenino, que quedaba diagonal a las instalaciones del colegio militar. Recuerdo esa “montada de guardia” de muchísimos cadetes que deambulábamos por los alrededores del plantel, esperando que la niña de sus sueños saliera por esa inmensa puerta para invitarla a un refresco o para acompañarla hasta el bus. Los más atrevidos,  se lanzaban un poco más allá, obteniendo los placeres de la bella dama o abochornándose por el no rotundo y contundente que derrumbaba sus fantasías. En esa década del setenta, las cosas eran un poco diferentes, pero el sagrado ritual continúa presentándose aún hoy, a lo mejor con algunos cambios, pero en el fondo es el mismo impulso  que motiva, es la química que aflora en la época de  la  ebullición hormonal.

Pero, ese amor platónico que profesaba por Eulalia, mi profesora de biología, fue pasando  día a día al plano real. Definitivamente, yo no entendía por qué: ese impulso de estar cerca de ella, el ubicarme, sólo en sus clases, en los primeros puestos, era suficiente para sentirme feliz, ella se paseaba y dejaba su perfume que yo aspiraba con avidez. Por qué buscaba pretextos para  acercármele y cuando la tenía al frente me bloqueaba.  En esos momentos me sentía pleno. Esta joven, bueno, no tan joven para mí, porque ya pasaba de los veintitrés años, estudiaba en la universidad y trabajaba en la academia  para costearse su licenciatura y  poco a poco se fue percatando de mi “alelamiento”, comenzando a retribuirme con sus deslumbrantes miradas, como si quisiera descubrir  una respuesta en mi cara.  Hasta que se llegó el día y tomé la iniciativa con un poco de temor, pero con la decisión  de quien  está convencido a lo que va. Me acerqué, le sonreí y le pregunté si  podíamos hablar luego de que saliéramos del colegio,  ella simplemente sonrió y me dijo que en la última hora de clase me avisaría, porque estaba  tremendamente ocupada con unos trabajos que eran la nota final del semestre y debía terminarlos  con un grupo de compañeros.

No sé que sentí, pero algo en mi interior se agitó, respirar se me hizo difícil, pero ella se alejó con un” chao” - hablamos  a la última hora- A partir de ese momento, entré en la etapa de la conquista y supe que estaba enamorado.

Apenas sonó el timbre para la última hora, el brigadier de servicio llegó al aula de clase y le solicitó al profesor que me permitiera salir, pues me necesitaban en la sala de profesores. El trayecto hacia esa oficina se me hizo eterno, el corazón me palpitaba con una rapidez inusitada y nuevamente me faltaba el aire. Cuando llegué a la puerta del salón de los profesores,  estaba sentada en su escritorio revisando unos exámenes, pero estaba sola, no había nadie más en ese espacio. Entré y tímidamente, le dije: - permiso profesora, Usted me llamó y aquí estoy-. Ella me reparó de arriba abajo y me invitó a sentarme, a la vez que hablaba pausadamente y se disculpaba por no poder  quedarse luego del colegio debido a su  pesada carga académica en la universidad; sin embargo, me dijo que al otro día, sábado, podríamos hablar. Yo le respondí que la instrucción terminaba a las dos de la tarde. Ella ratificó que sus obligaciones académicas le tomarían hasta las cuatro de la tarde. No obstante, quedamos en encontrarnos  a las cuatro y treinta de la tarde en la entrada principal de la universidad.

Ese sábado transcurría muy lentamente y era notorio mi nerviosismo durante todo el tiempo de la instrucción, tanto que en muchas ocasiones me equivoqué, yo era auxiliar de mi teniente Agudelo,  quien me dijo en uno de los tantos despistes: -Eh cadete, usted es que está “enchimbado” ¿o qué? No supe responderle y un calor tremendo inundó mi cara, pues “el pecado es cobarde” No podía sacarme la imagen de Eulalia de mi mente y me inquietaba la lentitud de las horas. Ese día definitivamente no fue el mejor para la instrucción, pues me encontraba sumido en otros pensamientos, si señor, me había enamorado…

A las cuatro de la tarde, ya estaba Castillo Nieto Pedro Luís, o sea yo, caminando por los alrededores del “alma mater” en donde se encontraba Eulalia. Bien bañado, con su buena loción despidiendo gratos olores y con la ropa de civil bien organizada. Rayando las  cuatro y treinta, empezó la cuenta regresiva al ubicarme en uno de los costados de la puerta principal. A los cinco minutos, alcancé a divisar a mi querida Eulalia, venía con cara de cansancio y los libros eran tantos, que en su bolso no cabían, obligándola a llevar los demás,  utilizando sus dos brazos. Me apresuré a ayudarle, gesto que ella agradeció con una tierna sonrisa. Cruzamos la calle y en una de las tabernas de enfrente saludó al que la atendía  solicitándole le guardara la biblioteca ambulante hasta el lunes.

Allí nos sentamos un buen rato a tomar cerveza. Confieso que esa cerveza  que degustaba en su grata compañía, me sabía a paraíso, a cielo, en fin, el mundo hubiera podido terminarse en ese momento  sin darme cuenta, pues estaba absorto en esa nube de enamoramiento.

No fue difícil  comenzar a hablar con Eulalia, pues las palabras fueron fluyendo sin ninguna dificultad y comenzó el reconocimiento con mi labor de inteligencia. Me habló de su carrera como docente, de sus expectativas en la vida y de un momento a otro, sucedió lo que ambos deseábamos: nos internamos por los vastos territorios del amor e hicimos  elucubraciones, contándonos anécdotas y esbozando teorías. En ese momento, alejados del colegio en donde nos bloqueábamos y en una taberna  en la que sonaba Tormenta,  Leonardo Fabio, Oscar Golden  y todos los cantantes de moda, supimos que había química entre los dos y que el asunto a lo mejor se complicaría por aquello de los apegos.

Sin darnos cuenta,  las horas transcurrieron hasta que el joven tabernero comenzó a mermar el volumen del equipo de sonido y a organizar toda la vidriería de la barra. Fue en ese momento, cuando supimos que habíamos conversado largamente y el frío de la madrugada se hizo sentir.  Yo tenía unos pocos pesos en mi bolsillo y con un poco de temor, solicité la cuenta, “haciendo fuerza” para que el dinero que tenía alcanzara a cubrir el costo del consumo, así me tocara caminar hasta mi casa e inventarle a Eulalia una disculpa por no acompañarla  hasta la suya.  Cuando la cuenta llegó, ella le hizo una señal al tabernero y  ante mi insistencia de que cobrara, Eulalia me cogió una mano, diciéndome que esa noche ella había invitado. Un poco confundido, pero satisfecho de poder acompañarla hasta  su casa, sólo acerté a decirle gracias, con  voz entrecortada.  Salimos al frío de la madrugada y comenzamos a caminar en busca de un taxi. Yo no sabía como decirle que quería amanecer con ella. Sin embargo  daba y daba vueltas en mi cabeza la idea de tenerla entre mis brazos e imaginaba la proximidad de nuestros cuerpos y el calor que podríamos prodigarnos.

Cuando tomamos el taxi, ella simplemente me dijo: -¿te llevo a tu  casa o amaneces en mi apartamento? - Esa expresión me tomó por sorpresa y ella se dio cuenta de mi turbación y de la tormenta que en mi interior se agitaba. Decidí quedarme en su apartamento…


Las contradicciones

El tiempo pasaba y cada vez se tornaba más estrecha la relación entre Eulalia y yo, tanto, que en mi casa, las continuas ausencias de fin de semana, ya habían  perturbado la armonía del hogar. Mi madre, continuamente se lamentaba  porque su hijo muy amado, al que tanto se había esmerado por educar, ahora tenía otros intereses y estos lamentos exasperaban a  mi padre, quién le replicaba que afortunadamente habían formado a un hombre, no a un “marica” que se mantuviera debajo de la falda de la mamá. Las discusiones entre los dos, eran cada vez más ácidas y los problemas entre ellos, eran “el pan nuestro de cada día”, cuestión que me agobiaba bastante, pues mis padres eran un modelo de virtudes para toda la gente que los conocía.

No obstante, el amor y las conquistas cotidianas,  me empeñé en ser un brillante estudiante y no veía la hora de terminar el bachillerato para entrar a la escuela militar, precisamente lo que mis progenitores querían obviar al matricularme en un colegio con esa orientación.  Ellos querían que continuara estudiando una carrera liberal  en una de las  universidades del país, pero temblaban ante la sola idea de  pensar que su hijo se convirtiera en oficial de las fuerzas militares o de policía. Terminé mi  bachillerato, me gradué con honores y comencé a gestionar el ingreso a la escuela de oficiales del ejército.  Eulalia, quien para esa época también estaba graduándose como licenciada en educación en la universidad, tampoco estaba de acuerdo en que ingresara a la academia militar. Con ella tuve discusiones  en este sentido, pero nada pudieron hacer los que se oponían a  mi carrera como oficial. En los exámenes para el ingreso mi calificación fue excelente, hasta que tropecé  con un problema que se convertiría en insoluble y que se presentó por la sinceridad con la que le contesté al médico de incorporación al ser requerida la información para la historia médica de los cadetes.

Cuando pequeño,  tuve un accidente en el que resultaron comprometidos varios órganos,  entre ellos  el bazo y un riñón, dado que  fui atropellado por una motocicleta. Estuve al borde de la muerte durante varias semanas, inconsciente en la unidad de cuidados intensivos de una clínica y  pasé dos meses hospitalizado,  recuperándome  de las heridas.  No pudieron escaparse el bazo y mi  riñón derecho, que hasta ese momento, creíamos inservible.  Cuando me hicieron el examen en el colegio militar,  no me preguntaron  ampliamente  los antecedentes y como no presentaba  cicatrices queloides, fui aceptado sin mayores problemas. A lo mejor, si no hubiera abierto la boca tan sinceramente cuando me revisó el médico de la escuela militar,  tampoco se hubiera detectado el problema.  Lo cierto es que simple y llanamente fui rechazado  y el ingreso a la añorada escuela de  formación se truncó.  Esta negativa contundente me afectó tanto, que estuve durante  varias semanas sumido en una profunda depresión, aislado y creyéndome un fracasado, pues no veía claro el panorama de mi futuro. Toda mi vida había transcurrido jugando a la guerra, creyéndome un comando de esos que muestran las películas gringas, un ser que nunca perdía.  Tan horrible  fue el impacto que causó este tropiezo en  mi existencia, que contemplé varias veces la posibilidad de suicidarme.  Tuve la grandiosa idea de analizar minuciosamente, muchas de las formas para acabar con mi existencia, que en ese momento,  no creía tuviera un sentido.

Todavía hoy, cuando analizo descarnadamente lo que es la existencia humana, revive  en mí  ese querer pasar la línea y optar por la muerte, ya que si miramos con cuidado, la vida en sí, no tiene una razón suficiente para ser transitada y el fantasma del suicidio aflora automáticamente en mi conciencia. Sin embargo,  cada que esto sucede, desecho la idea, a lo mejor, por la misma cobardía que toda la gente siente cuando trata de vivir  superficialmente, pues la gran mayoría eso es lo que hace: vegeta, ve pasar el tiempo. Yo no soy superficial, soy profundo en mis apreciaciones y  análisis, pero siento un temor natural que frena mi deseo de traspasar la línea de la vida. Soy obsesivo, si se busca calificar mi carácter, ya que los inmensos interrogantes que plantea la existencia, en muchas ocasiones,  hasta me han quitado el sueño.

Toda la familia y los amigos cercanos, tuvieron que ver en la deprimente situación que viví al terminar el bachillerato, ya que no escatimaban esfuerzos para darme ánimos e impulsarme a levantar la cabeza para que siguiera otra profesión u oficio. La única que me permitió tocar fondo fue Eulalia, quien viendo mi estado de desesperación, hurgaba en la herida y me planteaba que tenía toda la razón en sentirme como una piltrafa, como esa puta mierda, que le hacen creer a uno los jefes o mandos militares, pues para todos aquellos que no conocen  la vida militar, el asunto no es otro  que tratar de desvalorar  a la persona con el fin de que éste: coja “moral y eche para adelante”, no obstante, algunas veces, por no hablar de la mayoría de las ocasiones , uno se cree esa basura y se obliga a mejorar, ya que se llega a pensar  que en realidad  si  se es el más inútil  y puerco de todos los mortales.

El tiempo pasó y la caída fue disolviéndose en la memoria y con una vida algo disipada. Tras unos meses de “asueto”, meses sabáticos,  o sea,  de no hacer nada, de vivir como un vago o un parásito,  empecé  a sentirme culpable de no hacer nada por controlar la juerga y la vagabundería, por malgastar a diestra y siniestra lo que mi padre me daba, porque eso sí, dinero nunca me faltó para hacer mi santa voluntad. Con razón Eulalia me calificaba en ese entonces, como un hijo de papi malcriado, que no dimensionaba el verdadero  valor  de las cosas, al que, sin embargo, nunca le llegó a despreciar una invitación o un regalo. En el fondo,  ella también estaba contaminada por esta sociedad consumista y participaba de mi vida desordenada.

Una noche en la que caminaba por el centro de la ciudad,  tropecé  con un teniente al que le decíamos “calambres”, ya que presentaba un “tic” periódico y notorio  que hacia pensar a los que lo miraban, que tenía un calambre en el hombro y la mano izquierda.  El hombre se acercó a mi y  me dijo: - tu eres el brigadier mayor Castillo, cierto… A pesar de que nunca nos dictó instrucción, yo si había llegado a brigadier mayor y era muy conocido de los comandantes de las compañías de la academia. Respondí: - Claro, mi teniente, el mismo que viste y canta- Me preguntó: - ¿Qué hay de tu vida hombre Castillo, a que te dedicas?-  Como en ese momento no era sino un empedernido bohemio,  lo invité a tomar un trago y le solté el rollo de mi tristeza por no  haber  entrado a la escuela militar. Hablamos bastante y luego  de unas horas me dijo: - A lo mejor yo te puedo ayudar si de verdad te gusta la guerra y la milicia.  No me adelantó nada más y me dijo que si quería le diera el número del teléfono para llamarme cuando tuviera hablado algo. Sin vacilar le escribí mi número telefónico y continuamos la juerga  que terminó en la casa de Marta Pintuco, puta famosa en Medellín por esa época.

A los cinco días, me llamó el teniente “calambres” y me citó para esa noche a las ocho en una casa del barrio Buenos Aires, en donde supuestamente estaban algunas personas que me ayudarían para continuar mi vida de militar y guerrero. Ese día me hice peluquear con un corte de oficial y partí a las siete de la noche para llegar puntual a la cita y tener tiempo de buscar la dirección que me habían dado. Antes de llegar a la casa señalada, me mandé dos tragos dobles de aguardiente para calmar un poco la ansiedad que me invadía y  luego partí en el automóvil de mi padre con toda la serenidad del caso.

La casa era grande y tenía una entrada con  puerta eléctrica, era semi campestre, pues estaba un poco más arriba del barrio Buenos Aires por la carretera a Santa Elena. Cuando llegué a la puerta, salió un vigilante privado que me preguntó:- ¿A quién busca? Le contesté: Soy Pedro Luís Castillo y busco al señor… En ese momento, no recordé el nombre de mi teniente “calambres”. Pero tampoco podía llamarlo por el apodo. – El hombre me interrumpió y me dijo: Ah… usted es el invitado de mi teniente Timarán. –Si,  contesté inmediatamente.- Siga los rieles y arriba hay un parqueadero amplio, lo están esperando. Abrió totalmente la puerta y  reinicié la marcha hasta llegar a un parqueadero amplio e iluminado,  el cual estaba guarecido por grandes árboles. Apenas estaba acomodando el  automóvil al lado de otros que estaban allí, salieron  dos hombres con ruana y que cargaban radios “handy”, quienes me saludaron amablemente. –Señor Castillo, por favor nos sigue que lo esperan en la casa- Uno iba adelante  y otro atrás de mí, hasta que llegamos a una espaciosa sala decorada con cuadros de motivos campesinos y en donde habían varias sillas de cuero muy elegantes. Quien guiaba me hizo señas para que me sentara y el otro me preguntó: -¿Qué le provoca tomar señor Castillo? Le respondí -  por favor un aguardiente o un café-. Lo que les quede más fácil. Al momento salió el teniente Timarán,  seguido por tres hombres más. –Qué tal Castillo… yo respondí: buenas noches mi teniente, aquí estoy cumpliendo la cita. Me presentó  a sus acompañantes: dos mayores y un capitán, todos  oficiales retirados del ejército. Nos trajeron algo de tomar: a ellos de a vaso de whisky y a mí el aguardiente solicitado. – Con qué lo pasa señor Castillo, con otro le dije-.

Sin rodeos Timarán comenzó a  hablar:-Bueno,  lanza, la verdad es que he investigado bastante sus antecedentes en la academia y lo que pasó para que no le permitieran el ingreso a la escuela militar. Y parece ser que todo fue por sanidad. ¿A usted le falta un riñón? – No mi teniente, la verdad es que sufrí un accidente que me afectó el riñón izquierdo,  pero no me lo sacaron, ese se encuentra ahí. ¿Y usted es muy enfermo entonces? – Tampoco mi teniente, gozo de una excelente salud y, si observa mi historia en la academia, siempre fui el primero en prueba física, en polígono, en todo.- Eso lo sé porque ya averiguamos, me contestó. Hombre, pues lo suyo fue una “güevonada” porque con sus antecedentes  y su milicia hubiera sido un gran oficial del ejército, hay mística, hay vocación y ganas. El mayor Pachón, que no perdía detalle, habló: - te gusta mucho el trago, porque lo que hace que saliste  graduado, estás de juerga en juerga. –Mi mayor, eso es precisamente producto de la depresión y la “putería”  que me generó el rechazo de la escuela militar.  El Capitán Aldana, terció: - claro, es que eso es cortarle las alas a una persona que quiere la carrera de las armas, la  “hijueputa“burocracia de la escuela militar, o que hablen los que no han tenido tropiezos en la escuela y en la vida militar. En este país, para llegar a general hay que ser de unas pocas familias tradicionales o meterse en la corruptela de la política…-  Yo, en ese momento pensaba: -Eh,  estos “manes” van es por otro lado, confieso mi ingenuidad…”

Hablamos bastante, tomamos trago y me hicieron confesar mucha parte de mi vida, me daba la impresión de que sería reclutado para otras cosas.  Hasta que por fin salió el asunto a relucir: el teniente Timarán, le cedió la palabra al mayor Isaza, que no había hablado mucho, pero no se había perdido ni uno solo de mis gestos e historias.

– Hombre Castillo, vemos que te han entrenado muy bien y que de pronto lo único que te falta es combatir, pero queremos ser muy claros en lo que vamos a ofrecerte: hay unos ganaderos, industriales y gente prestante de la sociedad colombiana, que es conciente que las fuerzas militares y de policía, no son capaces de controlar el avance destructivo de la guerrilla y  hace varios años empezaron a conformar un ejército paralelo que ayuda al glorioso ejército nacional para acabar con la plaga de la guerra de guerrillas y apoya  las acciones oficiales, aunque esto no se hace oficial, porque estamos hablando de ejércitos privados, algunos los llaman mercenarios, pero nosotros preferimos llamarlos autodefensas, porque cubrimos los lugares a donde no llega la fuerza pública y que están a merced de los frentes guerrilleros. Nuestra gente es muy bien escogida e investigada, por eso acompañamos hoy a Timarán para que te presentara. Habló maravillas de ti y nosotros no queremos que esa mística y ese sentimiento de guerrero tuyo se pierdan, de todas maneras entrarías con un sueldo, te entrenaríamos, te daríamos la dotación necesaria y  ya el resto depende de cómo sea tu desempeño. Si aceptas, maravilloso. Si no aceptas, te pedimos el favor de no divulgar esta información y  si la divulgas, tendrías serios problemas con nosotros, los cuales no se resolverían por las vías habituales de la institucionalidad, sino de acuerdo con nuestros reglamentos que son bastante duros.

Esa manera pausada y franca como ese oficial hablaba me hizo palidecer, a pesar de que ya estaba un poco “copetón” por el licor ingerido, me dio miedo, pero ellos esperaban una respuesta.  Yo sólo atiné a decir: - El asunto me interesa y me gusta, pero creo que con la cabeza tan congestionada por el alcohol, la respuesta tengo que meditarla y  les solicito siquiera dos días para definir el asunto.  Estuvieron de acuerdo y  me concedieron el tiempo que pedía, manifestándome  que en dos días, una persona de la organización se pondría  en contacto conmigo para concluir el caso.

Salí de esa casa  bastante confundido, sin embargo tomé rumbo al apartamento de Eulalia, que ya para esa época, me había dado llaves y llegué a refugiarme en sus brazos, pero sin hablar una sola palabra de lo ofrecido.

La confusión

Al otro día, aún con los efectos del guayabo, pensaba en la vuelta tan tremenda que daría mi vida si aceptaba el ofrecimiento del teniente “calambres”. Adiós a las rumbas, a las damas, al apoyo de mi familia  y a Eulalia, que muy seguramente tampoco entendería la decisión. Que martirio ese primer día de plazo, daban y daban vueltas en mi cabeza las ventajas y las desventajas  de ingresar a ese “selecto grupo” de paramilitares. Pensaba en como sería la vida combatiendo en las selvas, en como podría retirarme de esa organización, si llegaba el momento en que había que hacerlo.

Poco a poco me fui convenciendo que todo el tiempo que viví en la academia militar estuve engañado con una visión errada del mundo, sin embargo fue una gran escuela para mí,  y a pesar de todo,  mi espíritu indómito  y mi sed de búsqueda de la verdad no pudo, ni ha podido, ni podrá  ser saciada, porque sigo dudando y siendo escéptico en muchas de las cosas de la vida, a pesar de que he madurado y he quemado etapas, sigo pensando que la existencia es un gran misterio que simplemente hay que vivir  y a lo mejor aplicar las enseñanzas del  Zen con aquello de la “no mente”, de vivir el aquí y el ahora, sin apegos y  tonterías que nos aten, lo que también  es muy difícil de aplicar. A pesar de que creo  que tienen razón esos magos orientales, sigo cayendo en múltiples errores y costumbres que me llevan a  la apariencia y  a sentir esta vaciedad que es la vida.   

Me estaba ahogando con esa decisión que debía tomar, la verdad me veía como un “rambo”, el ofrecimiento  no me disgustaba,  pero si mi respuesta era negativa, iban a pensar que era un cobarde y las palabras elogiosas de Timarán caerían al vacío; y a lo mejor, también podrían matarme por simple precaución si no aceptaba.

Esa noche invité a Eulalia a bailar y estuvimos bebiendo buena parte de la noche, continuando después en el apartamento. Ella me miraba y  trataba de arrancarme la preocupación: - ¿Petrico,  qué te pasa? Te noto preocupado y con deseos de hablar. Suelta de una vez por todas  el rollo que te atormenta-. Le dije que no quería pensar  sino sentirla  en todo su esplendor, aspirar su aroma, amarla hasta quedar sin alientos. En medio de la borrachera hicimos y deshicimos, esa noche nos amamos como si fuera la última vez, nos desbocamos  hasta  que las fuerzas nos abandonaron  y el sueño nos venció, estuvimos en función del sexo, ella bailó para mí,  danza oriental hasta quedar totalmente desnuda, y  cuanto se nos ocurría lo implementábamos. Esa fue quizá la noche más erótica de toda mi vida. Pero al otro día, el sol nos despertó y con el dolor de cabeza de la resaca, volvieron las preocupaciones. Ese día era el último para tomar una decisión y aún dudaba. Me levanté y me fui para mi casa donde seguí durmiendo hasta bien entrada la tarde. No quise molestar a nadie  y  salí a  tabernear, pero  no me hallaba, estaba totalmente descompuesto y otra vez empecé a emborracharme. Deambule  por toda la ciudad y visite a algunas buenas amigas y a otras “non sanctas”, tratando de no pensar. Sin embargo, terminé en el apartamento de Eulalia, quien se asustó al verme llegar a las cuatro de la mañana en soberana borrachera.  Dormí  bastante y  al despertar ya estaba servido un suculento almuerzo, pero mi adorada Eulalia, seriamente me dijo: - Tienes algo que te está atormentando, dímelo para que descanses de esa carga y busquemos soluciones, si es algún problema… - Estuve tentado a hablar pero el citófono  sonó. - Por favor, está Pedro Luís Castillo… - Quién lo solicita…- contestó Eulalia. – Eliécer Timarán. Se me enfrió todo, me habían pillado, sin embargo, le pedí a Eulalia que lo dejara pasar.  –Hola Castillo, que tal, buen día profesora Eulalia -hola  teniente, no le reconocí la voz, tiempo sin verlo, llegó a buena hora, ¿nos acompaña? Gracias profe, pero sólo vengo de pasada  a comentarle a Castillo una razón que le enviaron conmigo.  Como un resorte me levanté de la silla del comedor y  le dije a Eulalia que hiciera café. – Qué pasa mi teniente- El rápidamente me dijo: - el comandante general te aceptó- ¿cuál es tu decisión?  Yo enmudecí, sin embargo me dijo: - si la respuesta es afirmativa partimos la semana entrante a un campo de entrenamiento. Mañana te buscamos…Eulalia llegó con el café, encendimos cigarrillos y conversamos algunas trivialidades. A la media hora se despidió  el teniente y comenzó el interrogatorio respectivo:- ¿ Petro, qué busca ese señor  contigo, a qué vino? Sólo se me ocurrió inventarle un cuento chimbo y le dije que me buscaban para formar la asociación de exalumnos, y que esto y que aquello… Pero esa  mujer es muy astuta y no se tragó totalmente el cuento, sin embargo no quiso indagar más y nos dedicamos a  ver televisión.  Yo pensaba, que tipos tan tremendos, me tienen localizado, definitivamente hay mucho interés porque me decida rápidamente. El temor se apoderaba otra vez de mí.

El temor me había descompuesto totalmente, definitivamente no me hallaba, estaba tremendamente alterado  para pensar o hablar con claridad y lo más tremendo de todo era que mi amada Eulalia no perdía ni el más mínimo detalle, yo pensé en ese momento que lo mejor que me podría pasar era desaparecer…

Rápidamente  busqué la forma de partir para mi casa, ante lo que no fue posible que Eulalia  continuara  confesándome  acerca de lo que me  pasaba. Al llegar allí, subí a mi habitación dispuesto a empacar una maleta para salir sin darle explicaciones a nadie.





La partida…

Ese día madrugué más que de costumbre y todavía sin clarear, salí al antejardín con un morral en el que estaban los elementos personales y  dos mudas de ropa. A pesar de que  en mi mente martilleaba el no haberme despedido de nadie, apareció un vehículo que frenó exactamente al frente de mi casa. Era precisamente ese el momento en que tomaba una decisión  radical, partía sin despedirme de nadie: amigos, padres, amores. Hoy todos pensarían que la tierra me había tragado…

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